Babilonia no fue construido. Se formó.
Apareció de a poco, como si el mundo —o algo más grande— hubiera estado juntando partes sueltas de bares dispersos por el tiempo y el espacio.
Llegaron pedazos de cantinas flotantes, tabernas coloniales, bares de estación, pulperías galácticas, bodegones con olor a fritura y whisky importado de dimensiones que todavía no conocemos.
Algunos llegaron volando. Otros navegaron siglos. Algunos se teletransportaron sin dejar rastros. Uno apareció entero, con mozos y todo, después de una explosión en una ciudad que ya no existe.
Todos confluyeron en un punto perfecto: Rodríguez.
Nadie sabe por qué.
Ahora es un bar de bares. Una puerta que se abre hacia todos los estilos y ninguna época. Una barra donde puede sentarse un camionero, un exorcista o un tipo que todavía no nació.
La única ley es que nunca se brinda por lo mismo dos veces.
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