En una esquina, hay un rincón de arena clara. Las hamacas crujen al balancearse con el viento; los columpios, despintados por el sol, todavía conservan algo de su brillo original. Un pasamanos oxidado dibuja una curva como de serpiente, y un cohete metálico apunta al cielo: lleva a los chicos hasta una luna redonda pintada sobre una pared descascarada.
El resto de la plaza está cubierto de pasto irregular, cortado a medias, con manchones de tierra dura. Hay árboles altos, añosos, cuyas copas se rozan entre sí, formando pasillos de sombra. Las fuentes de agua —dos en total— brotan con intermitencia, y una bandera argentina ondea en un mástil, cerca de una de las esquinas.
En su corazón, se alza la iglesia. Blanca, simple, sin cruces ni íconos, como esperando que cada visitante la imagine a su manera.
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