Felipe mira el reloj cada diez minutos, como si eso apurara su jornada. Despacha fichas durante todo su turno. Su sueldo no representa ni el diez por ciento de lo que gasta un apostador fuerte en un día.
Sale quince minutos después de las diez de la noche y camina por la rambla, fumando un cigarrillo.
Dobla en Olavarría para ir hasta la avenida Colón y tomarse el colectivo.
Llega a su casa a las once. Su novia lo espera con un pastel de papa. Se besan en la puerta.
—Hoy un tipo apostó un bolso lleno de plata al cero.
—Un loco.
—O un revolucionario…
—O un genio.
—Era así, como nosotros. Parecía un sobreviviente. Yo creo que tenía un discurso preparado por si ganaba. Una lástima que haya perdido. Cuando se fue, me dieron ganas de seguirlo para tomar un café con él.
—Pero no podías dejar la caja.
—Me habría encantado que ganara.
—Pero habrías perdido el trabajo.
—Mi amor, trabajar es perder. Yo quiero intentar ganar, como ese tipo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario