Se llama Sandro, aunque todos lo conocen simplemente como “el mozo de Aloha”.
Trabaja ahí desde que el bar se llamaba El Encuentro y servían café en pocillos de vidrio. Aguantó tres reformas mal hechas, dos administraciones y un cambio de carta que nadie notó.
Tiene alrededor de sesenta, aunque podría tener más. Usa siempre la misma camisa blanca, con las mangas arremangadas y una birome Bic en el bolsillo. No toma nota. Se acuerda de todo.
Tampoco pregunta demasiado. Si alguien entra, le alcanza un café. Si no quieren café, se lo dicen. Nunca se equivoca, salvo cuando lo hace a propósito para acortar la charla.
Durante el día, se mueve con parsimonia entre los habitués: médicos, comerciantes, tipos de traje que leen el diario como si entendieran lo que pasa.
Los escucha discutir de política con cara de nada. A veces limpia la mesa antes de que terminen de hablar, como una forma de sugerirles que ya fue suficiente.
De noche, en cambio, observa en silencio a los que entran como si vinieran de otro planeta.
Seca vasos. Mira por la ventana. Espera el cierre.
No tiene hijos. Alquila un PH a cuatro cuadras, aunque algunos creen que duerme en el café.
Está ahí todos los días, desde las siete de la mañana hasta pasada la medianoche, como si no tuviera a dónde más ir, o como si ya no importara.
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