El canalla de la rima estuvo internado siete meses en una institución psiquiátrica por tallar un poema en la espalda de una estatua. Usó una llave.
Desde entonces, su rastro aparece en escenas menores: pintadas en puentes, versos grabados en puertas de bronce, vidrieras firmadas con ácido. La policía no logra anticiparlo. Tampoco atraparlo.
Cuando recita —muy de vez en cuando, en ciclos literarios donde nadie lo espera—, el ambiente cambia. Hay un placer oscuro en oírlo. No parece un loco: parece un médium. Es un artesano del verso libre, pero trabaja con rabia.
Todos le piden que publique. Le regalan cuadernos de tapa dura, notebooks, grabadoras. Se ofrecen a desgrabarlo, a editarlo, a subirlo a internet. Él no quiere.
Rechaza todo con una furia que incomoda.
Solo puede escribir sobre cosas. Cosas reales, visibles. Su poema más extenso tuvo tres cuadras: lo escribió rayando autos con un clavo a lo largo de una avenida. Algunos lo denunciaron. Otros sacaron fotos.
Dice que cuando encuentre una superficie lo suficientemente larga, va a escribir el poema definitivo.
Y entonces sí, se convertirá en el mayor artista de todos los tiempos.
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