Melisa canta canciones desgarradas con la voz áspera, limada por años de vodka barato y cigarrillos negros. No hay escenario al que le tema: le basta un micrófono prestado, una guitarra en loop o una pista de fondo. Todas las noches deambula por los bares de Mar del Plata como un alma en pena, buscando un rincón donde gritarle al mundo lo que duele.
Algunas de sus nuevas canciones están dedicadas a Andrés, aunque nadie lo sabe. Lo disimula bien entre metáforas de lluvia y despedidas. Sus verdaderos hits, sin embargo, son los que escribió para amantes de otros inviernos, cuando aún creía en los gestos mínimos y las camas compartidas.
Está por cumplir veintisiete, y cada vez que lo dice, lo hace con una mezcla de ironía y fe. Cree que llegó el momento: o muere como sus ídolos —y se gana su lugar entre ellos, en ese cielo exclusivo de los mártires del rock—, o sigue viva en la forma más cruel posible: arrastrando su arte por escenarios anónimos, donde nadie recuerda su nombre al día siguiente.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario