Andrés sale temprano, el jueves. Al mediodía, después de una parada en Atalaya, ya está en Mar del Plata.
Apenas entra al departamento, deja la valija sobre la cama sin abrirla. Se mete en la ducha, bajo el chorro tibio, y deja que el agua le borre el viaje.
No se seca del todo. Se deja caer mojado sobre la cama y duerme un par de horas.
Cuando se despierta, se pone un jean, una remera con la cara de Allen Ginsberg y sale.
Compra un latte de caramelo para llevar. A las siete, va a un recital literario en la playa.
Después de una gran presentación del canalla de la rima, Andrés aprovecha el micrófono abierto para leer un cuento.
Más tarde, se cruza con Melisa, que lo arrastra hasta un bar donde toca un quinteto de jazz. Ella lo invita a su departamento. Él sonríe, la abraza y declina con dulzura. Dice que está cansado, que necesita recargar energías para el día siguiente. Se besan en la puerta del edificio. Prometen verse el viernes. Melisa disimula el fastidio.
Por las dudas, Andrés no va al bar que está a cinco cuadras. Elige otro, más lejano. Se sienta en la barra, pide un whisky. Luego otro. Habla con un grupo de mujeres. Quedan en verse en la playa, más tarde.
De pronto, siente la urgencia de escribir. Sale del bar casi corriendo. Maneja como si algo lo persiguiera. Cruza semáforos en rojo.
Llega al departamento, se saca las zapatillas, vacía los bolsillos, agarra el cuaderno y una lapicera. Se sienta.
Se levanta para hacerse un café.
Vuelve a sentarse.
Se cambia el pantalón por uno más cómodo.
Sirve vino. Toma de un trago.
Sirve más.
Mira la hoja en blanco. La primera frase no aparece. La euforia se desvanece.
Le escribe un mensaje a Susana. Siempre fue una chispa para su escritura. Dibuja algo en el margen del cuaderno. Nada.
De golpe suena el teléfono. Es Flavio Martínez.
—Cabo Flavio, ¿qué tal?
—Escuchame, Andrés… No sé bien cómo decirte esto… Pasó algo terrible.
—¿Qué pasó, boludo? ¡Decime! ¡No me asustes!
—No sé cómo decírtelo.
—Flavio, hablá, carajo.
—Tu casa… Se prendió fuego.
Silencio.
—No lo lograron.
—¿¡Están muertos!? —grita.
—Sí, Andrés.
Andrés tira el teléfono lejos de él. Se desploma sobre una silla, con la cabeza entre las manos.
Al rato, se incorpora y busca el teléfono. Todavía funciona. Tiene un mensaje de Susana. No lo lee. La llama. Ella corta. No quiere atenderlo.
—La concha de la lora —grita Andrés—. ¡La reconcha de la lora! ¡¡¡Atendé!!!
Cuando por fin responde, él ya no escucha lo que dice. Habla como puede, con la voz hecha pedazos:
—Se incendió mi casa. Mi vieja y Bruno están muertos.
Corta. Tiembla. Siente que algo se le parte adentro y ya no puede contenerlo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario