Pedro arma un porro y lo fuma mientras busca algo para ver.
Salta de una plataforma a otra, pasa trailers, lee sin ganas las sinopsis. Finalmente, elige una película de ciencia ficción. Un clásico.
La mira bajoneando un cuarto de helado, sin apuro, con el control remoto en la mano y la cabeza en otra parte.
Cuando termina, se queda un rato más tirado en el sillón. Después pone a cargar otra película —un policial con toques de comedia, ese género que prácticamente murió con el siglo XX— y empieza a armar otro porro.
Entonces le suena el teléfono.
Es Mariela. Habla rápido, entrecortado. Lo necesita. Pasó algo grave con Eusebia y Bruno… el hijo de Susana.
Pedro se endereza, ya no está tan drogado. Le dice que sí, por supuesto, que cuente con él.
Cuando corta, suena otra vez el teléfono.
Esta vez es Pablo, alterado. Está llorando, se le entiende poco. Dice que Susana le pegó una trompada. Que no da más. Que necesita verlo ya mismo.
Pedro intenta calmarlo, pero no puede acompañarlo. Pablo le corta sin despedirse.
Pedro se queda mirando la pantalla del celular. Ya no tiene ganas de ver la película, ni de fumar el porro.
Cincuenta minutos después, Mariela pasa a buscarlo por su casa. Está con los ojos rojos, los nudillos blancos de apretar el volante.
Pedro la acompaña en silencio. No hace preguntas. Le apoya una mano en la espalda mientras Mariela llora, abrazada con Susana en la vereda del hospital.
Después está con ella durante el velorio y el entierro. Se queda todo el tiempo, a su lado. Le alcanza agua. La sostiene cuando no da más de dolor.
Pero algo se quiebra en el último abrazo. Cuando termina la ceremonia, Mariela se pone fría. Le dice que quiere estar sola y lo despacha como si nada, sin agradecerle la compañía, el apoyo… nada.
Pedro se queda un rato parado al costado del camino, como esperando que lo llamen de vuelta. Pero nadie lo llama.
Hasta que, finalmente, suena el celular.
Es Pablo. Está hecho pelota, tirado en un volquete, enfrente de Babilonia.
Pedro va hasta su casa. Está cansado del melodrama, de la muerte, de la mentira.
Sube a su auto, va a Babilonia. Encuentra a Pablo tirado entre bolsas de basura: borracho, sucio, con una zapatilla menos.
Lo acuesta en el asiento trasero y maneja.
Rodríguez se achica en el espejo hasta desaparecer.
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