EL ENTIERRO

Mariela camina pegada a Susana.

Intenta agarrarla del brazo, pero Susana no se deja. Camina rígida, como si el contacto físico le doliera. Mariela no insiste. La acompaña en silencio, paso a paso, mientras la ceremonia avanza con su lentitud de piedra.

En medio de esa marcha muda, le suena el teléfono.

Frente a un grupo de personas llorando y a una amiga que no puede sostenerse sola, el sonido no podría ser más inoportuno.

Pedro la está observando desde unos metros más atrás. La mira con bronca, los ojos entornados, como si entendiera más de lo que ve.

Mariela saca el teléfono de la cartera sin apuro, con un gesto casi automático. El mensaje es de Juan. Lo lee con naturalidad, como si fuera una notificación más. Lo hace así, con calma, para que Pedro no sospeche nada.

Termina el entierro. Se abrazan algunos, otros simplemente asienten y se van. Hay miradas que esquivan, palabras que sobran.

Mariela se acerca a Pedro.

—Estoy cansada —le dice.

Él le ofrece llevarla a su casa, insistente, como si fuera un gesto lógico, inevitable.

Pero Mariela sacude la cabeza.

—Prefiero ir sola.

Le da un beso rápido en la mejilla, como si no quisiera que esa frase quedara flotando, y se aleja.

Camina tres cuadras hasta Aloha.

Juan la espera en una mesa cerca de la ventana. Tiene dos cervezas servidas y el teléfono boca abajo.

Mariela entra, se sienta, y por primera vez en todo el día, respira.

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