ABSCISIÓN

Mientras corre, siente que atraviesa su propia historia: el amanecer en que conoció a Andrés en la barra de Babilonia. Los primeros meses de amor. La tarde en que, en el baño de Aloha, vio las dos líneas del test de embarazo. La mañana en que se casaron, el arroz pegado en la ropa. La noche en que nació Bruno. La larga racha de días malos. La tarde de abril en que decidieron separarse.

Cada recuerdo se deshace a su paso, como si ella misma fuera un viento arrasándolo todo: la primera vez que tuvo en brazos a Bruno. La tarde en el patio de su casa, cuando Bruno empezó a gatear. La noche que, en lugar de dormirse, se dio vuelta hacia ella con los ojos bien abiertos y le dijo “mamá”. La mañana calurosa de su primer día de jardín, cuando entró sin mirar atrás y no lloró para que lo fueran a buscar antes, aunque ella hubiera preferido que lo hiciera. La mañana nublada y un poco lluviosa en que empezó la primaria. La tarde que se cayó y se raspó la rodilla jugando al fútbol.

Ve su vida en flashbacks. Corre, ahogada por las lágrimas.

Cuando llega, ya no queda nada. La casa es un esqueleto calcinado. Alguien le dice que acaban de llevarse los cuerpos de la anciana y del niño.

En la morgue, reconoce los cuerpos. A partir de ese momento, no se separará de Bruno. Acompaña el cuerpo a la sala funeraria. Lo cambia, lo maquilla. Permanece junto al ataúd toda la noche, con los ojos secos, las manos frías.

Después del entierro, se acuesta sobre la tumba de Bruno y ya no se mueve.

Intentan convencerla, suplicarle. Intentan obligarla.

Nadie puede.

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