DEMASIADO HUMANO

Le habría encantado aprender las técnicas de su madre.

Durante años, siguió con devoción sus clases de hechicería, observando cada gesto, cada palabra, cada pausa cargada de intención.

Memorizaba fórmulas, respetaba los tiempos, preparaba los ingredientes con un cuidado obsesivo. Rogó, una y otra vez, que algo funcionara —aunque fuera el conjuro más simple: una vela que cambiara de color, una planta que germinara al instante, una señal tenue que la acercara a ese mundo.

Pero nada.

Las artes de las curanderas le estaban vedadas por completo.

Al principio pensaron que era una cuestión de madurez. Eusebia le decía que tuviera paciencia, que la magia no llegaba igual para todos.

Después vino el silencio. La decepción compartida.

Lo intentó todo: rituales, oraciones, prácticas en soledad, visitas nocturnas al galpón donde se guardaban los objetos sagrados.

Nada cambiaba.

Con el tiempo, empezó a evitar los encuentros. Dejaba los cuadernos a medio copiar, las fórmulas a medio aprender.

La devoción dio paso al cansancio, y el cansancio, a la distancia.

Un día se detuvo frente al espejo y se repitió en voz baja: "No tengo el don".

No lo dijo con tristeza. Lo dijo como quien, por fin, pone las cosas en su lugar.

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