Bartolomé despierta en una jaula angosta y alta.
Está sentado con las rodillas contra el pecho, atrapado en un espacio que no le permite estirarse. Intenta incorporarse, pero el cuerpo no le responde de inmediato.
Le duele el cuello. Lleva los dedos hacia la zona adormecida y nota una herida alargada, supurando un líquido espeso, verdoso, con olor a ruda.
Recuerda un brillo metálico, un pinchazo, y después... nada.
El chirrido de una puerta lo saca del sopor.
Agudiza el oído: pasos. Lentos, firmes, bajan por una escalera. Luego, el sonido de otra puerta, más cercana, más pesada.
Clara aparece cargando el cuerpo inerte de Fátima. Lo deja caer junto a la jaula con una mezcla de esfuerzo y desprecio.
Después se acerca y lo mira directamente a los ojos.
Tiene el dedo índice de la mano derecha cubierto por un dedal de metal oscuro, engarzado con pequeñas gemas. La uña es afilada, curva, casi quirúrgica.
—Violaste las reglas —le dice Bartolomé, con voz seca—. Cruzaste los elementos de los linajes.
Clara se ríe. Su carcajada suena más como una grieta que como alegría.
Pero no alcanza a responder. Nuevos pasos interrumpen el momento. Clara contiene la risa. Espera. Cada paso parece entusiasmarla más.
—Ya llegó —dice—. Ya llegó.
Mateo entra al sótano. Serio, en silencio.
Se acerca a la jaula y habla con un tono casi burocrático:
—Ya ves lo que puede hacer esta criatura nueva. La cuestión es bastante sencilla: ¿te subordinás a mí o te matamos?
Bartolomé trata de sostenerle la mirada, de recordarle con los ojos que son hermanos, amigos, aliados durante décadas.
Pero los ojos de Mateo ya no devuelven nada humano. Han cambiado. Están cargados de algo antiguo y feroz.
—Dijiste que lo íbamos a matar juntos. Que seríamos los únicos —reprocha Clara.
Mateo se le ríe en la cara. Clara grita. Y, sin pensarlo demasiado, conjura un fuego rápido que envuelve la jaula y carboniza a Bartolomé en un instante.
Su cuerpo ni siquiera llega a gritar.
Luego gira hacia Mateo, con odio furioso. Se prepara para atacarlo, pero él le sonríe con calma. Y eso la descoloca.
Mateo alza el dedo índice como si pidiera la palabra.
Clara lanza un hechizo débil, demasiado débil para él. Prueba con fuego otra vez.
Tampoco le hace nada.
Concentrada en destruirlo, no percibe el movimiento detrás de ella.
Arañas, escorpiones, pequeños insectos surgen de las grietas y avanzan en silencio.
La alcanzan cuando ya está exhausta. La pican en las piernas, en la espalda y en el cuello. Las toxinas se mezclan en su sangre y la invaden con rapidez.
Clara no ve pasar su vida.
No siente arrepentimiento.
Solo rabia.
Cuando cae, Mateo se acerca a ella y le saca el dedal del dedo índice. Observa el lugar, los cuerpos, el fuego a medio extinguir.
Chasquea los dedos. Una llamarada limpia se lleva todo rastro.
Y se va silbando una melodía alegre, como quien termina un trabajo.
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