El instrumento más común entre los brujos para canalizar la hechicería es un dedal que se colocan en el dedo índice. Suelen forjarlo en metal, aunque no cualquier aleación sirve: algunos eligen hierro oxidado; otros, anillos familiares fundidos o restos de armas, según el tipo de fuerza que deseen invocar.
Durante la iniciación, el aprendiz elige el metal, lo trabaja y lo consagra. Luego engarza gemas, fragmentos de hueso, dientes, sangre seca o semillas malditas: lo que haga falta para intensificar una magia específica. No se trata de curar o proteger. Estos dedales potencian dones más turbios: manipulación mental, visión a través de los muertos, control de los sueños ajenos, sugestión colectiva, invocación de presencias.
Cuando el aprendizaje termina, el brujo se calza el dedal y no se lo quita nunca más.
No hace falta más que señalar a alguien y pronunciar el conjuro preciso: lo demás sucede solo. Los cuerpos responden: se encorvan, se inflaman, sangran por los ojos, pierden el habla. Las mentes se quiebran: la gente olvida quién es, confiesa crímenes que no cometió, delira con pasados falsos, sueña con animales que la devoran.
Clara fue iniciada por Mateo. Fue él quien la guió en la elección del metal —una mezcla impura de cobre y acero robado de una cruz del cementerio— y en la forja ritual, que llevaron a cabo bajo tierra, en el horno apagado de un crematorio.
Mateo también la instruyó en las técnicas tradicionales, y ella sumó todo lo que había aprendido —y jamás había podido aplicar— de la magia de las curanderas.
Una vez completado el dedal, Clara lo modificó: le injertó una uña tallada en madera de cedro, afilada, impregnada con una mezcla de raíces, hongos y flores secas que robó de la caja fuerte de su madre.
Esa uña no forma parte del rito oficial. No está escrita en ningún libro. Y, sin embargo, una vez unida al dedal, empezó a respirar con él. A veces late sola, cuando Clara duerme.
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