Abría el taller los domingos, pero no atendía a nadie.
Levantaba la persiana temprano, acomodaba algunas herramientas sobre una mesa en la vereda y se ponía a trabajar en autos sin urgencia.
Octavio lo hacía para verla pasar.
A eso de las ocho, Fátima caminaba frente al taller, de camino a la iglesia. Y pasaba de nuevo después del mediodía, al volver a su casa.
Era el único momento de la semana en que la veía, y lo aprovechaba como podía.
Cada domingo intentaba algo distinto.
A veces se hacía el distraído, se agachaba bajo el capó como si no la hubiera notado.
Otras veces fingía estar hablando de algo importante con algún conocido: política, religión, cualquier tema que sonara profundo.
Cuando se sentía valiente, le lanzaba un cumplido tímido. Algo sutil, apenas audible.
O le ofrecía una flor, diciendo que era para la virgencita.
Fátima sonreía, a veces. Asentía con la cabeza.
Y seguía caminando, como si no supiera que todo eso —el taller abierto, la mesa con herramientas, la flor— era solo para ella.
Pero ese domingo fue distinto.
No preparó ninguna flor. Tampoco fingió estar ocupado ni buscó conversación.
Se quedó ahí, de pie, con las manos sucias de grasa y un trapo colgando del bolsillo.
Cuando Fátima pasó, lo miró directo a los ojos. Se detuvo.
Octavio pensó en decir algo —lo que fuera— pero no le salió.
Entonces fue ella la que habló:
—¿Tenés agua para lavarme las manos? —preguntó, mostrándole las suyas, apenas manchadas de tierra.
Él asintió sin entender del todo.
Le alcanzó un balde, una toalla limpia.
Fátima se lavó las manos en silencio y se quedó un rato junto a él, como si no tuviera apuro.
Después le preguntó su nombre, aunque ya lo sabía.
Y Octavio le preguntó si quería quedarse a tomar algo.
Fátima aceptó.
Se sentaron en dos banquitos bajos, frente a un auto desarmado, y compartieron un mate en silencio.
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