RENUNCIA

A diferencia de su hermana, Fátima no estaba comprometida con la estirpe.

Desde joven prefirió la cotidianeidad humana: una casa, una pareja, una familia sin secretos ni ceremonias. Solo quería una vida normal.

Cuando Eusebia tuvo a Andrés, Fátima sintió algo parecido al alivio. Como si, al fin, estuviera libre. Libre del aprendizaje forzado, de las reuniones clandestinas, del peso de los sueños ajenos.

Pensó que podría torcer el rumbo sin consecuencias. También desafió a los oráculos: no eligió al hombre que le habían presagiado, ni siguió las señales de las cartas. Se casó con Octavio porque lo amaba, no porque el destino lo dictara. Eusebia la llamó necia.

Cuando quedó embarazada, Fátima temió lo peor: que fuera una niña. Sabía que no podía escapar dos veces.

Aceptó su destino con una resignación contenida y se entregó a la maternidad con una ternura feroz, como si cada momento de infancia fuera un préstamo.

Octavio no estaba de acuerdo con lo que vendría.

Discutieron. Él hablaba de libertad, de elección. Ella lo escuchaba en silencio.

No se atrevía a desafiar a los oráculos otra vez. Sentía que una nueva desobediencia podía traer consecuencias demasiado severas, no solo para ella.

Pero cuando llegó el momento de iniciar a Mariela, nada funcionó.

Por más que Eusebia insistiera —con rituales, con historias, con paciencia y severidad—, la niña no aprendía.

La magia no le respondía.

Y con el tiempo, Mariela dejó de insistir también. Empezó a mirar hacia otro lado.

Entonces Fátima lo entendió: la estirpe se quebraba definitivamente con ella, no con Eusebia.

Y por primera vez en muchos años, se sintió verdaderamente libre.

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