Bruno ya dormía. Eusebia terminó de hacer sus trabajos y preparó un té. Sentada en la mesa de la cocina, repasó su día. Cada vez más gente viene a pedirle ayuda. Y... como para que no lo hagan, con ese Mateo dando vueltas por ahí, el brujo más brujo, por no decir el más hijo de puta.
Pero bueno, por más maldad que haya, siempre va a estar en armonía con el bien. Son cuestiones entrópicas de la naturaleza, de las energías del mundo.
Por más mal que hagan Mateo y su estirpe, siempre habrá la cantidad necesaria y justa de bien. Hay que saber encontrarla: en ella, en el mundo, en donde sea.
Eusebia toma el té tranquilamente, descansando. Ha manipulado tantas energías, tantas fuerzas, que necesita relajarse antes de ir a dormir, para no tener pesadillas.
Las velas quedan encendidas para velar durante días por la realización de los pedidos que le hicieron sus clientes.
Eusebia lava la taza y se va a la habitación. Se pone el camisón, lanza un par de hechizos protectores y se acuesta.
Nada la protege del fuego voraz e insaciable, que no entiende otro argumento que no sea el sofocamiento.
Eusebia se despierta por el humo ya demasiado abundante. Instantáneamente, piensa en su nieto Bruno. Corre hacia su cuarto y lo encuentra desmayado en el piso. Muerto.
Le quedan pocas fuerzas. Cuando sale de la habitación de Bruno, una brasa se agarra de su camisón y se enciende al alimentarse de algo tan combustible.
Eusebia se apura, quiere salir para pedir ayuda, aunque, con su nieto muerto, ya nada de eso tiene sentido.
Abre la puerta del frente. Las llamas le arden en el cuerpo, en los huesos. Todavía podría salvarse, pero el fuego la reclama. Se aviva con cada paso que da hacia la vereda.
Eusebia se desploma en el piso, calcinada. Nadie puede ayudarle.
Garúa, pero no basta para apagarla.
El hombre que fuma enfrente suelta el cigarrillo, lo aplasta y se va.
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