Mateo aplasta el cigarrillo con la punta del zapato y sale de la sombra del árbol.
Camina sin mirar a nadie. Cruza la calle 10, pasa frente al auto calcinado, esquiva los escombros y sigue.
Tiene las manos en los bolsillos, la cabeza baja, los ojos quietos.
Cuando llega a la esquina de la escuela, suena su teléfono.
Es un mensaje de Ricardo. Mateo lo lee sin detenerse.
A pesar de que se lo advirtió, otra vez está con su hija. Ya va a ver.
Guarda el teléfono, dobla por la calle 8, atraviesa la plaza. A cada paso, el cuerpo se le endurece. El aire le arde en la garganta, pero no fuma.
Ya va a ver.
Cruza sin mirar. La noche lo traga.
En su rostro no hay furia ni miedo: hay una calma hueca, helada, que le baja por la nuca hasta los talones.
No le interesa discutir. Ni explicar.
Esta vez, va a hacer lo que tiene que hacer.
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