Horacio creyó que la historia estaba cerrada. Para él, las curanderas habían muerto en Salem, abrasadas por las llamas del juicio y del miedo. La victoria había sido brutal, pero necesaria; eso repetía cada vez que alguno de sus descendientes osaba preguntar. Había dado por extinguida la estirpe de Amaranta y, con ella, cualquier amenaza contra los brujos.
Pero los ecos de ciertas magias no se borran tan fácilmente.
Una noche, mientras oficiaba un rito menor en los bosques del norte, Horacio sintió una vibración anómala en el tejido del mundo. No era una presencia, sino una memoria despierta. Un resplandor residual, como el destello de un relámpago visto desde otra dimensión. La energía era cruda, antigua, femenina. Y venía del sur.
Durante días, no habló con nadie. Consultó libros prohibidos, interrogó a cuervos y observó la danza de las brasas en el fuego. Finalmente, cuando estuvo seguro, reunió a los suyos bajo la luna llena y pronunció el anuncio con voz hueca:
—Nos vamos de aquí. Ha comenzado de nuevo.
Ninguno de sus hijos ni nietos se atrevió a cuestionarlo. El peso de su nombre, el tono de su mirada y la sola mención del linaje perdido bastaron para sellar la obediencia. Así, los brujos recogieron sus grimorios, cubrieron sus signos, ocultaron sus armas y partieron hacia Rodríguez, el lugar de la próxima batalla.
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