Amaranta viajó hacia el oeste en silencio, sin fuego en los ojos, sin fuerza en las palabras. No huía ni buscaba, simplemente obedecía la antigua decisión de sus padres, que la habían separado de su hermano para evitar la ruina del mundo. Cargaba sobre los hombros el dolor de haber amado lo mismo que luego debía abandonar.
El exilio no fue una elección. La noche en que partió, los árboles se inclinaron a su paso y los animales callaron, como si el mundo entero supiera que algo esencial se rompía. Amaranta obedeció el mandato sin lágrimas, pero cada paso sobre la tierra la alejaba más de su origen y más de sí misma.
Llegó a Salem como quien se deja caer. La ciudad no la esperaba, pero tampoco la rechazó. Se instaló allí más por cansancio que por destino, y durante años trató de olvidar que alguna vez el viento le habló, que las plantas abrían sus flores al verla, que el agua la reconocía como su hermana. Allí formó una familia y, a pesar del mandato de silencio, transmitió fragmentos del legado de Capra y Niobe a sus hijas: con palabras, con gestos, con ritos menores, con recetas disfrazadas de costumbre.
Nació así, sin que Salem lo supiera, la estirpe de la hechicería: una línea de mujeres que guardaban en su cuerpo el eco de los elementos. Ellas no sabían que eran ramas de una raíz antigua, pero cuando cantaban a las hierbas o encendían el fuego con una sola mirada, la tierra lo recordaba.
Amaranta envejeció en ese lugar cerrado, ordenado y seco. Nunca volvió a ser feliz como cuando vivía junto a su hermano y con sus padres, en aquel tiempo donde los nombres eran ofrenda y el conocimiento, una danza. Murió repitiendo una única regla, la misma que sus hijas heredarían sin entender su origen: no salir jamás de la ciudad.
Nadie supo que al repetir esa frase, Amaranta no hablaba de una ciudad de calles y casas, sino de una cárcel sutil tejida por el dolor, por la renuncia, por la culpa de haber sido parte de una desunión imposible de reparar.
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