Cansadas de que los habitantes de Salem las culparan por la pérdida de las cosechas, las infidelidades, los asesinatos, los fracasos de los equipos locales o por cada nacimiento que traía problemas; hastiadas de ver cómo masacraban a sus amigas en la hoguera, las hermanas Loth decidieron violar el mandato de Amaranta y escapar de Salem para salvar sus vidas, incluso con la esperanza de vivir mejor que en aquel lugar seco y decadente, donde la superstición era ley y el miedo una excusa para la persecusión.
Durante tres lunas consultaron a los oráculos: leyeron en el agua detenida de los pozos, escucharon los susurros del fuego y contaron los pasos del cuervo negro que caminaba sobre el tejado cada madrugada. Las señales fueron claras: debían dirigirse al sur, hacia una tierra sin memoria. Un nombre emergió una y otra vez, entre sueños, cenizas y conjuros: Rodríguez.
En la última noche de agosto, mientras en el pueblo celebraban un falso festival de redención, las hermanas montaron sus escobas forradas en piel de culebra y desaparecieron entre las nubes, dejando tras de sí un aire espeso con aroma a azufre y jacarandá.
Mientras tanto, en Salem, el hambre persistía, las infidelidades aumentaban y las lluvias seguían sin volver. Los vecinos, incapaces de asumir su propio desastre, concluyeron que las Loth les habían dejado un maleficio, un vacío que no se llena con plegarias ni con fuego. Buscaron entonces un nuevo chivo expiatorio —una niña con los ojos demasiado claros, un anciano que hablaba con los gatos—, y reiniciaron la cacería.
En Rodríguez, en cambio, la llegada de las Loth marcó el comienzo de otra historia.
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