NÁUFRAGA

Niobe nació en el corazón del mar, cuando los hombres aún lo llamaban Océano y creían que tenía voluntad propia. Vivía junto a su madre en un territorio que no conocía el tiempo, en una ciudad sumergida hecha de música y corales. Allí las aguas eran templo, refugio y ley.

Desde pequeña se apartaba de las rutas seguras: amaba internarse en grietas profundas, nadar entre corrientes impredecibles, dejarse arrastrar por olas gigantes durante las noches de marea alta. Era ágil, valiente, indómita. Sabía escuchar el canto de los cetáceos y leer los remolinos como otros leen la palabra escrita.

Pero un día, una tormenta desconocida se alzó desde las profundidades. No era viento, ni marea, ni rabia de dios marino. Era un desgarrón en la armonía del mundo. La devoró sin aviso, y la escupió en las aguas frías y ajenas del Atlántico. Allí, sola en el océano nuevo, sin ruta ni regreso, vagó por semanas bajo cielos extraños.

Para sobrevivir, debió romper uno de los votos de su estirpe: cazó peces pequeños, inocentes, y los devoró sin canto de agradecimiento. Cada mordida le dolía más que el hambre. La culpa la fue deshaciendo, pero la voluntad de vivir era más fuerte que la pureza de los antiguos pactos.

Tras meses de deriva, los dioses le ofrecieron orilla. Llegó exhausta a una playa desconocida, justo a tiempo para ver cómo un hombre se arrojaba al mar, buscando la muerte. Sin pensarlo, Niobe lo tomó por los brazos y lo sacó del agua.

Él no sabía quién era ella, pero la miró como quien despierta. Y ella, que había jurado no tocar tierra, se quedó. Lejos de su madre y de la música salada de su hogar, eligió refugiarse en una vida ajena para salvar la suya.

Lo que empezó como una restitución se volvió amor. Un amor extraño, animal y sagrado. Nunca antes había sentido que el mundo tuviera forma. En su abrazo, Niobe encontró tierra, peso, límites. Y en esa quietud, algo en ella floreció y también se rompió.

El mar nunca volvió a buscarla. O tal vez sí, pero ella ya no era la misma.

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