LA CULPA ES RÁPIDA PARA IMAGINAR

Eliseo desobedeció el mandato de sus padres. En lugar de marchar hacia el norte, avanzó hacia el este y luego giró hacia el sur, siguiendo las huellas apenas perceptibles de Amaranta.

No era el amor lo que lo guiaba —al menos no un amor puro—, sino una nostalgia envenenada por el orgullo. Se asentó en los márgenes de Salem, donde su hermana había decidido quedarse.

Desde las sombras de un bosque retorcido, desde lo alto de las rocas, o a través de los ojos de los cuervos, Eliseo la vigilaba. No habló con ella. No se dejó ver. Pero nunca dejó de mirarla.

Le decía a sus descendientes que se cuidaran de las curanderas. Que la estirpe de Amaranta era peligrosa, que sus cantos fermentaban el aire, que sus recetas trastornaban el orden del mundo. Con los años, ni siquiera él sabía si lo creía. Pero el odio, cuando se vuelve costumbre, es una enfermedad lenta.

Eliseo, sin embargo, nunca rehízo su vida. Amó con violencia, crió con severidad, pero en las noches más frías aún soñaba con el aroma del mar y el zumbido de las hojas cuando su hermana hablaba. En la oscuridad, murmuraba su nombre como un conjuro prohibido.

Cerca del final, cuando el cuerpo comenzó a pesarle como un castigo, Eliseo entendió —demasiado tarde— que su exilio no había sido geográfico, sino sentimental. Que su mayor traición no fue a los designios de Capra ni a la voluntad de Niobe, sino al vínculo sagrado que lo unía a su hermana.

Murió con los ojos abiertos, mirando hacia el sur. Su última palabra fue un susurro sin forma, como si intentara decir “perdón”, pero el orgullo le cerrara la boca incluso al borde de la muerte.

Desde entonces, dicen que un halcón gris sobrevuela los campos cada invierno, con la mirada fija en el sitio donde vivió Amaranta. Algunos aseguran que es Eliseo, cumpliendo su condena: mirar sin ser visto, amar sin poder decirlo, vigilar por toda la eternidad aquello que debió proteger, no destruir.

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