HOMERÍADA

Nubia adoraba a su hija más que a nada en el mundo. Por eso, para recuperarla, buscó al miserable humano que la había fecundado y le rogó que la trajera de vuelta.

Homero aceptó la tarea sin hacer preguntas. Preparó su vieja barca y partió.

Durante años, surcó las aguas con obstinación: pescaba lo justo para alimentarse, recogía el agua de lluvia como si fuera oro, se aferraba al timón durante las tormentas más feroces. Descansaba en costas lejanas solo lo necesario para seguir viaje. Donde llegaba, preguntaba por ella.

En el camino, conoció tribus, costumbres y criaturas de toda índole. Luchó contra bestias salvajes, cruzó pantanos y arrecifes, sobrevivió a engaños, corrientes hostiles y naufragios. Hasta que, al fin, la encontró.

Pero ella tenía dos hijos, un hogar, y estaba enamorada. No quería volver.

Homero maldijo para sus adentros, pensando en la inutilidad de aquel viaje, en cuán absurdamente había arrojado su vida al mar.

Se quedó un tiempo con su hija y su familia, aprendiendo sus hábitos, jugando con los niños, comprendiendo lo irreversible.

Luego emprendió el regreso.

Cuando su barcaza volvió al Mediterráneo, habían pasado más de veinte años. Supo entonces que Nubia había muerto de tristeza apenas unas semanas después de su partida.

Homero se preguntó cuál había sido el sentido de toda esa búsqueda. Pero al mirarse la piel curtida por el sol y el viento, la destreza adquirida para sobrevivir, la memoria de los pueblos visitados, comprendió algo más profundo: que la vida es un viaje o una guerra, y que al destino se lo conquista viviendo.

Cumplió con su palabra, a pesar de todo. Conoció a su hija y su descendencia. Y aunque el mundo había cambiado, el mar seguía llamándolo. La tierra, en cambio, ya no le pertenecía.

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