EN LO PROFUNDO DEL MAR REPOSA TU PADRE

Nubia no nació de un vientre, sino del mar.

Una noche, durante una tormenta que deshizo los límites entre cielo y agua, el océano se retiró de golpe, como si tomara aliento. Y en esa pausa de resaca, quedó su cuerpo, tibio y palpitante, envuelto en algas y caracoles, con los ojos ya abiertos.

No lloró.

No tuvo madre, ni comadrona. Tampoco nombre, hasta mucho después. Aprendió sola, repitiendo sonidos que robaba a las gaviotas, a las olas, al crujido de los barcos. Le habló al viento hasta que el viento le respondió. Le habló al agua y aprendió a leer sus cambios.

De niña, cada vez que entraba al mar, los peces flotaban muertos a su alrededor. Al principio se asustaba. Luego entendió que no era un castigo: el agua le obedecía, aunque a veces se cobrara algo a cambio.

Ninguna sombra la seguía al mediodía. Ningún reflejo la saludaba en los ríos. Solo en el mar podía verse entera.

Una vez, la marea le trajo una red tejida con cabellos secos, vértebras pequeñas y fragmentos de vidrio marino. Venía enredado un mensaje ilegible. Años más tarde, cuando el dolor la alcanzara, recordaría esas palabras: "Cuando el amor te sea arrancado, busca al otro que fue testigo".

Los hombres del puerto bajaban la mirada cuando la cruzaban. Decían que tenía sal en la sangre, y que besarla era naufragar para siempre.

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