Homero llegó a aquel puerto desgastado por el sol y las tormentas con una mezcla de cansancio y esperanza. Había escuchado rumores, nombres susurrados en tabernas y mercados, pero nada lo preparó para ella.
Nubia estaba allí, quieta como la calma antes del oleaje, con la mirada hecha de sal y fuego. Su presencia era un susurro del mar mismo, un misterio que los hombres del puerto respetaban y temían. Cuando sus ojos se cruzaron, el tiempo pareció diluirse en la bruma.
No hubo palabras al principio, solo miradas que hablaban en un idioma antiguo, con memorias de aguas profundas y vientos que recorren horizontes infinitos. Homero sintió la promesa de algo que no entendía del todo.
Nubia le enseñó a escuchar la voz del mar, a leer los cambios en el viento, a respetar la fuerza oculta bajo la superficie.
Homero le mostró la tierra firme, la fragilidad humana, la voluntad de resistir.
Y entonces, sin que él lo supiera, Nubia llevó en su vientre la marca de ese encuentro: una vida tejida con el vaivén de la marea.
Pero Homero pronto retomó su viaje, dejando atrás la calma y el misterio, sin saber que había dejado algo suyo para siempre.
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