Horacio llegó a Rodríguez con un único propósito: destruir el linaje de las curanderas.
No fue una visita, ni una mudanza. Fue un asedio.
Trajo consigo a sus dos hijos, hombres callados de ojos turbios, y luego, como comenzaron a llegar más familiares: tías decrépitas, primos silenciosos, sobrinos que nadie recordaba haber visto antes. Se instalaron en los márgenes, ocuparon casas vacías, tomaron puestos estratégicos en el mercado y el municipio. Pronto estuvieron en todas partes, como si siempre hubieran estado.
Eusebia supo desde el primer día que algo en él era distinto. Pero no pudo ver lo esencial hasta que ya era tarde.
Horacio, mientras tanto, ya había visto más allá.
Vio antes que nadie quién sería el padre de la hija de Eusebia. Lo encontró y lo envolvió en su encanto. Lo atrajo con promesas que brillaban como oro nuevo. Le ofrecía vinos caros, carnes exóticas, frutas que no crecían en Rodríguez. Cada banquete era una trampa. Cada copa, un paso más cerca del deterioro. Lo envenenaba lentamente, con metales pesados ocultos entre los manjares.
Cuando Eusebia recibió la señal ya todo estaba en marcha. Ya no había vuelta atrás.
Horacio celebró en silencio. Caminaba por las noches con las manos detrás de la espalda, observando los techos de tejas como si fueran piezas de un tablero que acababa de ganar. Pensaba en los nombres olvidados, en los cuerpos de mujeres que habían usado la magia durante tantas generaciones, y se decía a sí mismo que él había puesto fin a todo eso. Que él, y no otro, había quebrado por fin la estirpe de las curanderas.
Pero la alegría no duró.
Se interrumpió de golpe, brutalmente, cuando Héctor entró en su recinto con los ojos desbordados de rabia.
—¿¡Qué hiciste, papá!? —gritó con voz desgarrada.
Cargaba con el cuerpo inerte de su hijo menor. Lo traía entre los brazos como se lleva algo que no se acepta.
Sin delicadeza, lo arrojó sobre el escritorio de Horacio, donde los mapas y papeles quedaron empapados de muerte.
—¡Mirá lo que hiciste! ¡Esto es lo que ganaste! ¡¿Esto querías?!
Horacio no se acercó.
No dijo palabra.
Solo se dio vuelta.
Caminó hasta la ventana y levantó la vista. El cielo estaba despejado, oscuro y profundo. Se quedó así, mirando hacia el cosmos, como si esperara una señal o un castigo.
Y en voz baja, sin testigos, pidió disculpas. No a su hijo. Ni al nieto.
A otra fuerza, más antigua. A alguien que había desafiado sin entender del todo.
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