Ernesto nunca se había destacado por nada. Era un tipo común: discreto, sin grandes opiniones, sin grandes gestos. Iba de su casa al trabajo, del trabajo a Aloha, de Aloha a la cama. Y vuelta a empezar.
Hasta que apareció Horacio.
Nadie entendió qué vio en él, pero lo eligió. De pronto, Ernesto tenía ropa nueva, zapatos que brillaban, un perfume fuerte que le duraba días. Horacio lo llevaba a reuniones donde hablaban en voz baja y brindaban con copas finas. Lo trataban con deferencia. Algunos incluso se inclinaban levemente al saludarlo.
Ernesto empezó a sentirse reconocido en Rodríguez.
Una noche, mientras tomaba algo en Aloha, una mujer se acercó sin presentarse. Se sentó frente a él, le sostuvo la mirada y le dijo algo que Ernesto no recordaría después, aunque volvería a soñarlo muchas veces. No estaba acostumbrado a que lo miraran así, con ese fuego breve que lo dejaba sin habla.
Creyó que ese encuentro marcaba el comienzo de algo sólido. Pero cuando se despertó, ella ya no estaba en la cama. La buscó en la cocina, en el baño, hasta que escuchó su voz seca desde la puerta:
—Andate.
No hubo explicación. Ni insulto. Solo desprecio.
Al día siguiente, Horacio dejó de atenderle el teléfono. No volvió a abrirle la puerta ni a ofrecerle café. En la calle, lo esquivaba con la mirada.
Y así, Ernesto volvió a ser invisible.
Durante un tiempo intentó recuperar algo de lo perdido: retomó sus viejas rutinas, trató de convencerse de que no necesitaba a nadie. Pero algo en su cuerpo ya no respondía. Se cansaba fácil. Se le caía el pelo. La piel se le volvió ceniza.
Tres años después, un análisis en el hospital reveló una cantidad alarmante de metales en su sangre. No supieron decir si fue plomo, mercurio, tal vez cadmio. Ninguno entendía cómo seguía vivo.
Esa misma semana, murió solo en su casa. El olor tardó días en alertar a los vecinos.
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