DAÑOS COLATERALES

Cuando Héctor se enteró de lo que su padre estaba haciendo con ese tal Ernesto, intentó, en vano, alejar a su familia del torbellino de psicosis que era Horacio. Veía el delirio crecer como una hiedra venenosa en las paredes de su casa, colarse en las cenas, en los silencios, en la forma en que su padre hablaba de las curanderas como si fueran bestias a extinguir.

Cada vez que se cruzaba con Eusebia, Héctor bajaba la vista, cruzaba de vereda, fingía no verla. Le dolía todo: el miedo, la culpa, la vergüenza.

El día en que todo cambió, Héctor caminaba abrazado a Mónica, su compañera. Era una tarde templada, casi feliz. Sus hijos —Mateo, de siete, y Nicolás, de tres— corrían por la vereda como dos perros sueltos, empujados por la ansiedad y la risa, deteniéndose en cada vidriera con asombro nuevo.

Entonces, en la esquina de enfrente, estalló un tumulto. Voces, gritos, una pequeña multitud rodeando a alguien en el suelo, mientras llegaba una ambulancia con urgencia.

Nicolás, curioso, echó a correr sin pensar. Mateo lo miró, pero no reaccionó. No gritó. No lo detuvo. Se quedó quieto, anclado al cordón.

Mónica fue la única que corrió tras el menor. El auto no los vio. El conductor trató de frenar, pero ya era tarde.

Mónica alcanzó a abrazarlo justo antes del impacto. El golpe los lanzó más de veinte metros.

Algunos gritaron. Otros empezaron a rezar. Y en medio de ese caos, un bebé lloró por primera vez.

A metros del accidente, en la misma esquina, Eusebia acababa de parir, asistida por los doctores. El parto había sido repentino, en plena calle, entre toallas prestadas y manos temblorosas.

Héctor corrió. Se arrodilló junto a los cuerpos de su esposa y su hijo. Les tomó el pulso con desesperación. Mónica respiraba, apenas. Nicolás no.

—¡Ayuda! ¡Por favor! ¡Alguien que ayude! —gritó.

Los doctores que estaban con Eusebia acudieron. Levantaron a Mónica. La subieron a la ambulancia. El niño, confirmaron, no tenía signos vitales.

Héctor vio la vida que llegaba al mundo mientras la de su hijo se perdía: la curandera había parido un varón. Alzó el cuerpo de Nicolás sin esperar a nadie. Pasó al lado de Mateo, que seguía inmóvil, con los ojos vidriosos. No le habló. No lo miró.

Cruzó el pueblo con Nicolás en sus brazos. Golpeó la puerta del recinto de Horacio con el pie. La abrió de una patada.

Arrojó el pequeño cuerpo sobre el escritorio, donde los mapas y papeles quedaron empapados de muerte.

—¡Mirá lo que hiciste! ¡Esto es lo que ganaste! ¡¿Esto querías?!

Horacio no respondió. Le dio la espalda, como si supiera lo que iba a pasar —tal vez se lo habían revelado los oráculos—.

Permaneció varios minutos en silencio, mirando el cielo, como si escuchara un juicio que solo él entendía. Como si buscara consuelo en las estrellas.

Héctor lo insultó, le gritó que lo odiaba. Que había destruido todo. Que ya no quedaba nada.

Entonces abrió el cajón del escritorio. Sacó el revólver de su padre. Miró una última vez el rostro inerte de su hijo. Y sin pensarlo más, se disparó en la cabeza.

Cayó sobre Nicolás.

En ese mismo momento, en el hospital, murió Mónica.

Y así, mientras nacía un nuevo varón y el plan de Horacio se concretaba, tres vidas se apagaban en consecuencia.

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