BOHEMIA

Después de terminar el college con honores y modales impecables, Mónica hizo algo que nadie esperaba de ella: se fue. Juntó unos pocos ahorros, armó una mochila ligera y emprendió un viaje sin fecha de regreso.

Estuvo en la primavera de Praga, en el mayo francés, en Woodstock, en las comunas de San Francisco, en los mercados de Katmandú. Cruzó México a dedo, durmiendo entre cactus y visiones, guiada por el dios peyote. En Perú ayudó a levantar escuelas de adobe, y en Bolivia aprendió a leer las hojas de coca. Bajó hasta Chile y luego volvió a subir, bordeando la costa, viviendo de changas, trueques y fuegos colectivos.

Leía a Hesse, Castaneda, Ken Kesey, los beatniks; bailaba en fogatas, escribía en cuadernos húmedos por la lluvia. Iba de lengua en lengua, de piel en piel, sin echar raíces ni mirar atrás.

Cuando los ahorros se agotaron, simplemente cambió de ritmo. Se quedó en Rodríguez un tiempo, durmiendo en casas prestadas y vendiendo ropa usada que rescataba de ferias americanas. Allí lo conoció a Héctor. Tenía algo magnético, como si hablara con las plantas y supiera lo que dolía sin que uno dijera nada. Ella, que ya había probado casi todo, sintió por primera vez que no quería seguir sola.

No se casaron con pompa ni promesas, pero decidieron caminar juntos.

Mónica se quedó con Héctor.

Nunca dejó de escribir.

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