INMÓVIL

Mateo se quedó petrificado.

No pudo gritar, ni correr, ni estirar una mano para frenar a su hermano. Solo miró cómo Nicolás echaba a correr hacia el tumulto de la esquina, atraído por la curiosidad. Vio también cómo su madre salió disparada detrás de él, instintivamente.

Y su padre… su padre lo miró. Por un instante, antes de salir corriendo detrás de los otros dos, lo miró. Pero no con miedo. No con desesperación. Lo miró con decepción. Como si supiera que Mateo tendría que haber hecho algo. Como si le dijera: “Tendrías que haberlo detenido”.

Después vino el ruido. El golpe seco del auto. El grito de su padre. Los chillidos de la multitud.

Y, luego, el silencio interior de Mateo.

Todo pasó como si estuviera bajo el agua. Vio a su padre caminar con Nicolás en brazos, pasar a su lado sin siquiera dedicarle una mirada o un gesto. Mateo ya no existía para él.

Quiso moverse. Quiso seguirlos. Pero no pudo. Sus pies no le respondían. Su garganta tenía un nudo. Su cuerpo entero era una estatua de culpa.

Se quedó allí, frente al Banco de Rodríguez. Nadie le prestaba atención entre tanto caos. La gente lloraba, gritaba, rezaba, llamaba por teléfono. Nadie se fijó en el chico quieto, con la mirada vacía.

Anocheció.

Y Mateo seguía allí.

Sentía que el mundo había seguido girando sin él. Que algo se había roto adentro, en algún lugar profundo, y ya no se podía arreglar. No solo era la muerte de Nicolás. No solo era la certeza de que su madre no volvería. Era algo más.

Se sentía huérfano, sí. Pero también abandonado por la magia. Como si las fuerzas invisibles que antes lo protegían se hubieran ido con ellos. Como si lo hubieran dejado solo, por no haber actuado.

De pronto, un auto negro se detuvo frente a él. Tenía los vidrios polarizados. No se veía nada adentro.

El motor siguió encendido. La ventanilla trasera bajó apenas unos centímetros. Mateo entrecerró los ojos. No distinguía rostros. Pero entonces escuchó la voz. Una voz que conocía. Una voz seca, firme, que parecía venir de otro tiempo.

—Mateo.

Era Horacio, su abuelo.

Mateo sintió que el hechizo se rompía. El cuerpo le respondía. Los pies volvían a ser suyos.

Se acercó, abrió la puerta trasera y se metió en el auto.

No dijo una palabra.

El coche se alejó, tragado por la noche.

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