ÚLTIMA COPA EN BABILONIA

Jacinto se había pasado el franco bebiendo en Babilonia. No tendría que haber manejado, pero no quiso dejar el auto en el centro: al otro día debía madrugar para ir a buscarlo antes del trabajo, y la sola idea lo fastidiaba.

Como cada vez que tomaba, su pie derecho se adueñó del volante. Le gustaba la velocidad, el rugido del motor, ese vértigo que le aflojaba las ideas.

De pronto, algo se cruzó en la calle. Jacinto lo vio tarde debido a la vista nublada por el alcohol y la velocidad absurda. Solo pudo tocar la bocina, y no sirvió para nada. Una mujer se arrojó frente al auto justo antes del impacto. No alcanzó a frenar.

Sintió el golpe seco. Los cuerpos rebotaron contra el capot y volaron por el aire.

Se bajó tambaleando, agarrándose la cabeza. Le temblaban las piernas. Buscó con la vista a las víctimas. Cuando las vio, rogó que estuvieran vivas.

No por ellas. Por él. Porque estaba borracho. Porque había manejado así. Porque no quiso dejar el auto. Porque era, en definitiva, un imbécil.

La desesperación lo venció. Echó a correr, sin rumbo. No tenía un plan. Solo quería huir de la condena.

Pero no tenía a dónde ir. Nadie quiso abrirle la puerta.

A los pocos días, se entregó.

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