Los cuerpos de Héctor y Nicolás yacían sobre el escritorio de Horacio. Estaban fríos, quietos, dispuestos como sacrificios. Sin un gesto, Horacio ordenó a sus hombres que los cargaran y los metieran en el baúl del auto. Él mismo subió al asiento trasero: no pensaba delegar la desaparición de esos cuerpos.
El auto partió rumbo al horno del cementerio, esa boca anónima que tragaba cadáveres sin hacer preguntas. Fue entonces que Horacio vio a su nieto parado en una vereda, inmóvil, como si el tiempo se hubiese congelado alrededor suyo.
Ordenó detener el auto. Bajó apenas la ventanilla y lo llamó:
―Mateo.
El chico alzó la cabeza con lentitud. Sus ojos estaban vacíos, pero se movió. Caminó hasta el coche y subió sin preguntar.
Horacio lo observó unos segundos y luego apoyó una mano firme sobre su hombro izquierdo.
―A partir de hoy, yo me voy a hacer cargo de tu crianza. Y vos vas a obedecerme en todo.
Mateo asintió. No tenía fuerzas para hablar, pero tampoco dudas. Horacio retiró la mano con suavidad, como marcando que el pacto estaba sellado.
Cuando llegaron a los hornos, descendieron juntos. Mateo seguía en silencio, pegado al cuerpo de su abuelo.
Los hombres de Horacio abrieron el baúl y sacaron a los muertos. Héctor y Nicolás fueron arrojados al fuego sin ceremonia.
Horacio no miró atrás. Subió al auto con paso lento y seguro.
Mateo sí miró. Observó las llamas abrazar los cuerpos, los rostros volverse humo, los huesos perder sus nombres.
Después, sin apuro, regresó al auto y cerró la puerta.
El coche se alejó en la oscuridad.
Y atrás, el fuego siguió ardiendo.
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