AMBULANCIERO

Roberto vive a cinco cuadras del hospital, en una casa baja, prolija, con un jardín al que le dedica más tiempo que al descanso. Tiene flores que resisten el sol del verano y crecen contra el alambre tejido. Tiene un perro viejo, de pelo duro, que lo espera siempre en la galería y no ladra nunca.

Cuando suena el teléfono, no pregunta nada. Se calza las botas, silba corto para que el perro entre, cierra con llave. Camina hasta el hospital sin apuro. No hace falta correr: el tiempo empieza cuando él arranca el motor.

Nadie más maneja la ambulancia. Ni los enfermeros, ni los médicos. Solo él. No por reglamento, sino porque así se dio.

Tiene la radio en AM, aunque no siempre la prende. El sonido del motor le basta. Conoce cada crujido de la dirección, cada vibración del chasis. Sabe dónde esquivar los pozos, cómo frenar sin que el de atrás se deslice en la camilla.

A veces lo llaman por un susto, una caída tonta, un desmayo pasajero. Otras veces no. Otras veces es la muerte la que lo espera, paciente, sentada en una zanja o acostada en un colchón de una pensión. Y él llega, abre la puerta trasera, ayuda a subir y vuelve a ponerse al volante.

Nunca pregunta nombres. Nunca mira demasiado. Conduce.

Mira por el espejo, escucha lo que ocurre atrás como quien escucha una tormenta: sabiendo que no puede evitarla.

Cuando vuelve al hospital, deja el motor en marcha un momento más. Después apaga todo. Baja. Entrega el parte. Camina de regreso a su casa.

A veces, el perro lo espera echado junto al limonero. Otras veces lo encuentra dormido en la cocina, con una oreja levantada. Le acaricia el lomo, le da agua fresca.

Después riega. Riega siempre a esa hora: como un modo de devolverle algo al mundo, aunque sea una pizca de verdor. Lo hace en silencio, con el mismo cuidado con que arranca el motor.

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