El mundo se mueve lento, como bajo el agua. Todo es grande. Todo es nuevo. El aire duele un poco al entrar. La luz también. Pero hay algo familiar: el ritmo del corazón que la cobija, la voz que antes era eco y ahora es canto.
A veces, en medio del sopor, algo la inquieta. Una ausencia diminuta, un hueco en el aire. Como si faltara una mano que debería sostenerla, un calor que no termina de llegar.
No sabe que es viernes, ni que su padre no va a volver. No sabe que fue un antojo lo que lo sacó de casa. Que el mundo es injusto, pero también es circular. Que él la soñó, la nombró, la pensó en silencio mientras elegía las papas más crocantes del estante.
Y sin embargo, en el fondo de su sangre algo lo reconoce. Una vibración que no viene del pecho de mamá. Una corriente tibia que pasa por su ombligo recién cerrado. Un murmullo en otra frecuencia.
Entonces, se calma. Mira a Cecilia como si pudiera entenderlo todo. Bosteza. Se duerme.
Un recuerdo sin memoria: el bosque, la lluvia, la luz amarilla de la mariposa que ahora es ella.
Un impulso primitivo de volar, de huir, de crecer.
Cecilia la aprieta contra su pecho y susurra una promesa sin palabras, un pacto invisible que une sus destinos para siempre.
Ella no sabe aún que lleva en su sangre la sombra del fuego, la voz de la criatura del lago, la memoria fragmentada de aquel hombre que fue y ya no es. Pero sabe que está viva. Y eso basta.
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