—Tengo unas ganas de comer papa fritas —dice Cecilia acariciando su panza.
Gabriel apaga la televisión y agarra las llaves del auto para ir al kiosco.
—No vayas, es muy tarde. Mañana compro en el supermercado.
—Son cinco minutos, no me cuesta nada —dice Gabriel—. Hay que satisfacer los antojos porque si no traen consecuencias.
—Tenés razón, no sería bueno que le dijeran que tiene cara de papa; nos vamos a sentir mal toda la vida. Traeme esas papas fritas cuanto antes, por el bien de nuestra hija.
Gabriel le da un beso en la boca y se va al garaje. Cecilia busca una serie en Netflix.
Pasea por Rodríguez.
Ve una columna de humo negro unas cuadras más adelante y va hacia allá para investigar qué pasaba. Es un incendio, una casa se prende fuego. No hay nadie en la calle, qué raro. Ni vecinos, ni bomberos, ni ambulancias, ni policías.
Gabriel frena en la mitad de la calle, frente a la casa que se incendia.
Llama al 911.
Repentinamente, una mujer sale corriendo desde la casa.
La situación parece muy rara. ¿Y si sospechan de él?
Gabriel se mete en el auto y arranca.
Pero da unas vueltas y pasa otra vez por la casa incendiada, intrigado por saber qué pasó. Tendrá una buena historia para contarle a Cecilia cuando vuelva a casa.
Ya hay bomberos combatiendo las llamas, policías asegurando la zona y personas viendo la escena como si fuera un show.
Gabriel estaciona una cuadra antes porque la esquina está cortada por un patrullero. Baja para preguntar qué pasó. Aparentemente, un cortocircuito. Hay dos muertos: la anciana que vivía en la casa y su nieto, que se había quedado para pasar la noche.
Un vecino le cuenta que anda un detective sospechando que no fue un cortocircuito, que alguien incendió la casa.
Gabriel recuerda el antojo de Cecilia. Vuelve a su auto para comprar las papas fritas y regresar a su casa, mirar televisión y quedarse dormido.
Un pibe bastante borracho se acerca a él zigzagueando; se mueve como un jugador brasilero sin pelota. Gabriel no entiende si quiere saber la hora, necesita plata para el bondi o le está robando el auto. Mueve las manos, trata de agarrarle los hombros para que se calme y el pibe se asusta. Le da tres puntazos rápidos, certeros. Gabriel se tambalea, se lleva las manos al pecho. Lo mira sin entender, como si su mente aún no procesara lo que su cuerpo ya sabe. Mira sus manos ensangrentadas; su ropa manchada. Se desploma en el piso. Cae contra la puerta de su auto, sin poder respirar.
El pibe le saca las llaves del auto y tira su cuerpo en el medio de la calle.
Los bomberos tienen las llamas controladas, están a punto de ganarle al fuego. Mientras tanto, el alma de Gabriel se desconecta de la carnalidad que la albergaba.
De pronto, todo se apaga. No hay cuerpo, no hay dolor. Solo un impulso primitivo de moverse, rápido, en la oscuridad. Hay una luz en el horizonte y se dirige hacia ella. Se mueve rápido, con seis patas. En cuanto sale de abajo de la alacena, sabe que es una cucaracha en el medio del piso de una cocina. Escucha un grito agudo, de una mujer horrorizada:
―¡David, David!
Aparece un tipo con musculosa blanca y shorts azules, se saca una ojota y le pega al piso una, dos veces. La cucaracha esquiva los golpes moviéndose de un lado a otro mientras busca la alacena para refugiarse. Está por llegar cuando le da de lleno un ojotazo y queda dada vuelta, tiritando en shock. David tiene que darle dos golpes más para liquidarla. La agarra con una servilleta de papel y la tira al tacho de basura.
Siente una luz amarilla, caliente. Nace cervatillo. Ve el sol por primera vez. Ve el bosque y un tigre acechándolo entre el follaje. El cervatillo trata de moverse y de advertirle a su madre, que no se da cuenta del peligro. Está exhausta luego de parirlo. Intenta incorporarse, pero sus patas tiemblan. El tigre avanza. Su madre sigue sin verlo. Un zarpazo. Todo se apaga otra vez.
Se rompe el capullo y surge una mariposa amarilla que vuela hacia la luz anaranjada de un farol. Está oscuro, aunque ya no es de noche. Llueve en el pueblo. Va hacia el farol porque allí hay otras mariposas. El viento empuja sus alas; se deja llevar por él. Pero su vuelo es interrumpido. Un nene la atrapa entre sus manos para clavarla en un telgopor que dice “Ciencias Naturales, 5° B”.
Bajo la luz de la luna, el loto florece en la orilla del lago para recibir el día con su flor abierta.
—Perdoname, Kazumi —dice un hombre y lo arranca para dárselo a la mujer.
—No te disculpo un carajo —responde ella.
Tira el cadáver del loto al agua y se va.
Una luz blanca, fría, fuerte. Abre los ojos. Llora con angustia. Hay un techo con tubos fluorescentes. El piso es tan blanco como las luces. Un doctor se prepara para salir del quirófano. Una enfermera lleva a la niña por primera vez a los brazos de su madre.
—Tenés la cara de papá —dice Cecilia y aprieta a la bebé contra su pecho.
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