LA JEFA DE ENFERMERÍA

Marcela llega y se va del hospital con cara de culo. No saluda. No pregunta. No agradece. Solo ordena. Y cuando habla, lo hace como si dictara sentencia.

A los enfermeros que tiene a su cargo los trata con desprecio, como si fueran inútiles uniformados. Les grita por cualquier cosa: por cómo llenan una planilla, por el tono en que responden, por cómo doblan una sábana. Los amenaza con echarlos a la primera equivocación.

—Acá no hay lugar para la mediocridad —dice—. Si no lo sabés hacer, afuera hay diez que sí.

Está encima de todo. Controla turnos, insumos, entregas de guardia, planillas de stock. Se mete en cómo preparan el mate y hasta juzga la forma en que trituran los papeles antes de tirarlos.

Todo tiene que hacerse como ella dice. Sin preguntas. Sin matices. Su manera es la única posible. Y si no lo entendés, no durás.

Nadie se atreve a contradecirla. Algunos murmuran que antes no era así, que algo la quebró. Otros dicen que siempre fue igual, pero que ahora tiene poder. Y que el poder, como la fiebre, se nota en los ojos y en las manos.

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