María salía de la escuela apurada. No quiso ir a pasear con sus amigas porque no quería perderse la novela de la tarde.
Mientras caminaba sola, un auto comenzó a avanzar a la par suya. El viejo parecía inofensivo y le preguntó, con voz amable, por una calle que ella conocía.
Cuando María se acercó a la ventanilla, él le apretó un algodón impregnado con cloroformo sobre la boca y la nariz. En segundos, la desvaneció. La metió en el asiento trasero, acostada, y la tapó con una manta vieja.
Los siguientes diez años de su vida los pasó encerrada en un sótano, con la única compañía de una televisión miserable que, a veces, tenía cable. A través de esa pantalla vio pasar el mundo: el final de su infancia, los años de la secundaria, los eventos internacionales, las modas, los realities, las muertes de celebridades. Todo sin moverse de ese cubículo húmedo, con olor a encierro y sin ventanas.
Intentó escapar cientos de veces. Jamás se resignó. De vez en cuando gritaba, aunque supiera que las paredes estaban insonorizadas. Golpeaba la puerta con lo que tuviera a mano, raspaba los bordes con las uñas, con cucharas, con las hebillas del sostén. A veces soñaba que se abría sola y la rescataban, como en las películas. Pero siempre amanecía ahí, en el rincón, envuelta en una frazada ajada, con el murmullo del televisor como única compañía.
Cacho bajaba para alimentarla o para manosearla mientras le susurraba asquerosas palabras dulces. A veces bajaba borracho y furioso. Había días de tregua, como si todo fuera un error que pudiera corregirse, como si él mismo quisiera creerse que la estaba cuidando.
Afuera, hacía las compras, charlaba con los vecinos, contaba chistes. Era, para todos, un tipo común y corriente. Un jubilado amable. Un ciudadano ejemplar.
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