Habían ido de vacaciones a Capilla del Monte.
Norberto estaba empecinado con escalar el cerro Uritorco. Luego sabría por qué.
Finalmente, Mirta accedió.
Después de un par de horas, estaban en la cima. El viento soplaba fuerte, el sol les pegaba de lleno en la nuca. Norberto esperó a que se quedaran solos y, sin dudar, la empujó al vacío.
Nadie iba a sospechar de él: ella estaba deprimida para los ojos de todo el mundo. Lo que nadie sabía era que Mirta estaba harta: harta de que se emborrachara, de que la golpeara, de que le arruinara la vida. Lo iba a denunciar. Iba a contarle a todos que Norberto era un violento de mierda.
Las almas que interrumpen su vida de forma brutal pueden quedar vagando en este plano hasta el fin de los días.
Mirta también podría haber hecho eso: vagar por el mundo, perderse entre los árboles, susurrar nombres, arruinar fotos. Espantar chicos, congelar el aire de los cuartos. Pero eligió otra cosa: alojarse en el páncreas del hijo de puta ese que fue su marido.
No lo asustó. No le hizo ver sombras ni oír voces. Solo le rumió el páncreas con constancia silenciosa, hasta provocarle un cáncer miserable y doloroso.
Cuando terminó su trabajo, vagó un tiempo sin rumbo, ligera. Y cuando sintió que nada la retenía, se elevó hacia el cosmos.
Durante un tiempo buscó el alma de Norberto. Quería putearlo por última vez, pero no la encontró.
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