Como no respondía a los golpes en la puerta, los vecinos decidieron entrar a la casa de Cacho por la fuerza. Temían lo peor. Hacía días que no lo veían, y con la salud deteriorada que arrastraba desde hacía años, cualquier silencio prolongado podía ser una despedida.
Forzaron la puerta entre dos. El pomo cedió con facilidad.
La casa estaba oscura, con un aire espeso que pegaba en la garganta. Un olor a encierro, a grasa rancia, a telas húmedas. La suciedad cubría todo: platos apilados, muebles llenos de polvo, revistas viejas sobre la mesa del comedor. Los adornos —pequeñas esculturas de cerámica, figuras religiosas deformes, cuadros descoloridos con escenas que nadie podría describir sin sentir algo extraño— daban al ambiente un tono lúgubre, como si la casa no hubiese sido habitada sino absorbida por su dueño.
Buscaron en el living, en la cocina, en el baño. Nada.
Lo encontraron en su habitación, tirado en el suelo, medio de costado, con un brazo estirado hacia la cama como si hubiese intentado sostenerse antes de caer. El hedor era insoportable. Varios vecinos salieron a vomitar al jardín. Otros se quedaron paralizados, sin saber si acercarse o llamar directamente a la policía.
Después se enterarían de que llevaba muerto al menos tres días.
Al mover el cuerpo para cubrirlo con una manta, descubrieron que tapaba algo: una trampilla de madera, disimulada con una alfombra. No parecía una tapa del piso común, sino una puerta con cerrojo interior, colocada con intención. Dudaron unos segundos. Luego alguien bajó con una linterna prestada y los demás lo siguieron, uno por uno.
El sótano era pequeño, húmedo, con las paredes manchadas de hongos y una lámpara colgando sin foco. Y en el rincón, encogida como un animal dormido o vencido, había una chica. No era niña ni mujer. Tenía los ojos abiertos, inmensos. No hablaba.
Tardaron un momento en reaccionar. Nadie sabía su nombre. Nadie sabía cuánto tiempo llevaba ahí abajo. Nadie se había imaginado nunca que Cacho —el viejo raro, el que saludaba poco, el que a veces lloraba solo en la vereda— ocultaba algo más que su miseria.
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