Es un edificio bajo, de pintura descascarada y ventanas con rejas, donde nunca se arregla nada que pueda seguir funcionando mal. Huele a mate lavado, a polvo viejo y a fritura recalentada en microondas.
Ahí adentro, los turnos son eternos. Se juega al truco, se ceban mates sin ganas y se espera: que suene el teléfono, que llegue una orden, que alguien cometa un error. Los policías que patrullan, lo hacen con desgano. Los que no, se sientan con la radio encendida o se inventan razones para ser rudos.
En el fondo del pasillo —pasando las oficinas, el baño con la puerta que no cierra y el escritorio donde duermen los expedientes húmedos— está la celda más vieja. Es la única que no se limpia del todo. Siempre hay olor a encierro, humedad en las paredes y un resto de algo en el piso que nadie se anima a identificar.
Allí vive, si se puede decir así, un actor. Nadie sabe bien por qué está preso. Toca la armónica. Cada vez que alguien entra, levanta la cabeza desde el catre, se acomoda el sombrero de fieltro y sopla una melodía breve: un tango, un blues o un tema infantil que pone nervioso al comisario. La armónica suena, tenue, cada vez que alguien cruza la puerta de la comisaría. Como un aviso. Como una condena leve. Como si ese hombre supiera algo que los demás todavía no.
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