La serie le resulta aburrida. Hay algo en el ritmo, o en las actuaciones, que no logra retenerla. Apoya el control remoto en la panza y mira la hora en el teléfono. Pasaron más de cuarenta minutos desde que Gabriel salió. "Cinco minutos", dijo. Puede haberse demorado, sí. Puede haber hecho una fila larga, o encontrado cerrado el kiosco de la avenida y haber tenido que ir hasta otro. Pero algo en el pecho empieza a doler, una presión muda, densa, que nada tiene que ver con el embarazo.
Se levanta con dificultad del sillón. Va hasta la cocina, toma agua. Vuelve a mirar el teléfono. Manda un mensaje:
—¿Dónde estás?
No hay respuesta.
Apenas se sienta, alguien golpea la puerta. Un golpe seco, con pausa, y luego otro más insistente. No sabe por qué, pero antes de abrir ya lo sabe. Un presentimiento oscuro, caliente, como cuando una fiebre se trepa a la cabeza.
Cuando ve a los dos policías del otro lado, todo ocurre como en cámara lenta. Uno habla, pero ella no escucha más allá de tres palabras: Gabriel, incidente, falleció. El resto es ruido blanco, zumbido. Trata de sostenerse del marco de la puerta, pero el cuerpo ya no le responde del todo.
Siente una puntada que le cruza la cintura baja como una descarga eléctrica. Se agarra la panza con ambas manos. El agua tibia le moja las piernas.
—Rompí bolsa —dice, casi con asombro, mirando al policía que tiene enfrente como si le hablara al mismísimo destino. Luego se deja caer, despacio, como si su cuerpo recordara el gesto de rendirse.
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