EL JUEZ

Facundo lleva una doble vida.

De día, trabaja en silencio. Investiga con paciencia. Marca con tiza los sitios donde la placa no le permite entrar. Sabe que las pruebas no bastan, que la ley se quiebra ante los nombres pesados, los sellos antiguos, los favores heredados.

Pero en sus noches libres, se despoja de su nombre y de su rango. Se convierte en el Juez.

El Juez no responde a ninguna estructura visible. No tiene aliados, no deja mensajes, no reclama justicia: la impone. Aparece cuando la impunidad se desborda, cuando la corrupción devora a sus propias crías.

Lo ven llegar con la capa manchada de barro, el rostro cubierto, el anillo de ónix en la mano izquierda. No se lo escucha hablar. No se lo ve dudar. Su sola presencia es una sentencia.

Cuando el Juez marca a alguien, no hay defensa posible. No acepta sobornos. No deja testigos. No perdona.

Y cada vez que alguien del hampa aparece quemado en su auto, colgado de un puente con la lengua arrancada, o reducido a un simple montón de polvo en medio de un galpón vacío, todos entienden: fue el Juez.

Nadie sabe quién es. Nadie lo busca. Algunos lo odian. Otros lo veneran.

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