Facundo y Fernando comían papas fritas y tomaban gaseosa dentro del móvil, estacionados a la sombra, cuando vieron —a unas cuadras— un BMW arrancar de manera violenta.
No escucharon gritos ni disparos, pero el chirrido de las ruedas bastó para alertarlos. Se miraron. Ya que estaban cerca, decidieron intervenir. De última, se dijeron, será una multa por conducción temeraria. Nada grave.
Encendieron la sirena.
El auto, lejos de detenerse, aceleró. El conductor dobló en la esquina como si quisiera perderlos, como si no supiera que un patrullero no es fácil de sacarse de encima.
Facundo se acomodó en el asiento y le hizo un gesto a Fernando para que se abrochara el cinturón. Conocía esas persecuciones. Sabía cuándo alguien corría por miedo y cuándo lo hacía porque había hecho algo peor.
—Este no está escapando de una multa —dijo en voz baja, mientras pisaba el acelerador.
El patrullero se les pegó como una sombra. El BMW dobló otra vez, ahora más torpe, como si el que manejaba estuviera improvisando. En la tercera curva no le dio ni el tiempo ni el giro: el auto patinó y se estampó de frente contra un árbol. El tronco detuvo la carrera como un juez que baja el martillo.
Durante unos segundos, hubo silencio.
—Avisá a la central —dijo Facundo, sin levantar la voz—. Que manden una ambulancia.
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