Mike despertó en la vereda, despojado de sus tarjetas, sus celulares y el auto con GPS.
A su alrededor, cuerpos avanzaban con auriculares, sumergidos en un mundo propio, ajenos a su presencia. Nadie levantaba la mirada de la pantalla, ni siquiera para esquivar su sombra caída. Las luces de los dispositivos brillaban en cada mano, proyectando un universo paralelo de imágenes y notificaciones que absorbían toda atención.
Intentó incorporarse, pero sus dedos temblaban, sin fuerza, como si un vacío le hubiera arrebatado la memoria y la voz. El frío cemento bajo su cuerpo le recordó que ya no tenía refugio ni seguridad.
Durante días, Mike vagó sin rumbo, atravesando calles desconocidas. Aprendió a abrir tachos de basura sin lastimarse, a esconderse del ruido y a temerle a las miradas. Veinte días después, apareció en su casa. Pero no era el mismo. La piel le colgaba, los ojos hundidos reflejaban el cansancio de quien ha sobrevivido sin tregua, y la sonrisa, esa antigua costumbre, se había convertido en un recuerdo lejano. Lo recibieron con indiferencia, como si supieran que ya no encajaba en su rutina.
Mike no quería hablar del robo ni del miedo que lo paralizó. En esos días de vagar había descubierto algo profundo: fuera del sistema, sin plásticos, GPS ni llamadas, la vida era más simple y brutal. Aprendió a mirar sin pedir permiso y a respirar sin pedir perdón.
No quería regresar del todo. Sus dedos trazaban mapas invisibles de calles, refugios y enemigos. Su cuerpo se había acostumbrado a la ausencia de confort y a la presencia constante del peligro.
Cuando le pusieron un nuevo teléfono en las manos, no supo qué hacer. Lo sostuvo un instante, como si fuera un extraño objeto, y lo dejó caer.
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