No tiene plata ni para el colectivo, pero le da igual. Camina con las zapatillas desatadas y una medialuna en el estómago desde la mañana. Ni se acuerda qué tomó. Algo claro, algo fuerte, algo dulce, algo feo. La panza le suena y la cabeza le late como si le soplaran un tambor adentro. No busca nada. O sí, pero no sabe qué. Le gusta caminar de noche cuando nadie jode, cuando el ruido no lo persigue. Se siente más liviano, más solo.
La calle está vacía. Ve un tipo a unas cuadras y piensa: si ese chabón está ahí, es porque tiene algo. Lo mira desde lejos, vacila un poco, después se acerca, sin plan, sin palabras claras. Va a pedirle fuego. Va a pedirle que lo lleve a la estación. Va a preguntarle la hora. Va a sacarle el auto.
El chabón lo mira raro. Le pone las manos encima. Quiere agarrarle los hombros. Es como un disparador. Se le cruza todo. Piensa que lo va a empujar. Que le va a pegar. Que lo va a sacar cagando. Lo ve encima. Y reacciona como si todavía estuviera en otro barrio, en otra noche, con otro cuerpo encima.
Saca el cuchillo que ni sabía que tenía en la campera. Uno, dos, tres. Sin pensarlo. No siente el corte. Siente la sangre en los dedos. El otro se tambalea como si estuviera borracho también. Se mancha entero. Lo mira como si no entendiera. Y cae.
Le tiemblan las manos. Le cuesta sacar las llaves. Sube al auto con el corazón reventándole en el pecho. No se fija si lo mató. Ni lo toca. Lo esquiva con un salto torpe y se va.
En las primeras dos cuadras piensa en dejar el auto. Después no piensa más. Maneja sin rumbo. Como si pudiera escaparle a lo que acaba de hacer.
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