Rafael se despierta en la cama del hospital. No está esposado, pero sabe que va a ir a la cárcel. Solo que nadie lo vigila: hay demasiados quilombos en Rodríguez como para que le presten atención.
Se arranca los cables, los catéteres inyectados, y escapa por una ventana del hospital.
Gabriel está muerto. Es su culpa. Tiene que hacer algo.
Alguna vez escuchó que, en el Museo de Rodríguez, hay una lámpara con un genio. Dicen que está en un recinto escondido, bajo tierra.
Rafael se mete de noche en el museo, danzando entre rayos infrarrojos y esquivando flechas envenenadas. Revisa todas las salas sin encontrar ingresos secretos. En un último intento, ya con pocas esperanzas, entra al cuarto de limpieza. Descubre una puerta de metal ordinario: sin inscripciones, oxidada. Para poder abrirla, tiene que despejar primero todos los trastos amontonados sobre ella.
Cuando logra abrirla, lo recibe una oscuridad densa. Antes de atravesar el umbral, enciende la linterna del teléfono.
Hay escalones de cemento: el camino es un túnel opresivo. La linterna ilumina apenas una pequeña zona. No se anima a continuar, pero avanza, refugiado en la débil luz.
A medida que baja cientos de escalones, las paredes desaparecen. La escalera queda suspendida en un vacío escalofriante. Sopla un viento helado que amenaza con tirarlo. Luego, el cemento se convierte en un puente de madera, en una escalera de hierro que asciende y desciende, en otra llanura de cemento. El vértigo nunca lo abandona. Cada paso podría ser el último.
Finalmente, reaparecen las paredes. Esta vez más amplias. La linterna destella en la oscuridad cuando la luz golpea objetos de piedra, metal, madera.
Escucha el rumor de un cauce de agua. Corre hacia él, guiado por el sonido. Está desesperado por la sed; ni siquiera se pregunta si puede beber esa agua. No le importa.
Las luces se encienden de golpe.
Está en una caverna subterránea, un recinto natural modificado por la mano humana. Cientos de lámparas reposan sobre el piso, en rocas, en cofres.
Donde termina el cauce de agua hay un hombre corpulento, con chaleco dorado y pantalones azules acampanados. Está descalzo. Su larga cabellera negra está trenzada. Lo llama con un gesto de la mano.
—Bienvenido a mi ermita —dice—. Mi nombre es Sidi Shamharush. Soy el rey de los djinns. Viniste hasta aquí buscando lo sagrado. Pocos lo logran. Cada lámpara de este recinto contiene un djinn atrapado. No puedo liberarlos: la magia que los retiene solo se rompe cuando una mano humana frota la lámpara. Si querés salir de acá, tendrás que liberar a tres de mis hermanos.
—¿Por qué solo tres? —pregunta Rafael—. Puedo frotar más.
—No subestimes el inefable poder de las tradiciones. Solo tres. Ni una más.
Rafael recorre el recinto. Examina cada lámpara. Finalmente, elige una encima de un cofre. Es cobriza, con un diseño similar al de la clásica lámpara de Aladino. La levanta y la frota como si le sacara el polvo.
Una humareda gris envuelve todo. Cuando se disipa, aparece un djinn alto y delgado, desproporcionado.
Sidi Shamharush se acerca y lo abraza.
—Qué placer verte, Zanam, viejo amigo.
—El placer es mío, querido rey —responde Zanam—. Esperé mucho por esto.
—Estás cerca de tu libertad. Solo un acto más.
Zanam mira a Rafael, sonriente:
—Tenés que elegir: un cuaderno con páginas en blanco donde todo lo que escribas se vuelve verdad por diez minutos, o un libro con respuestas a preguntas triviales.
Rafael se queda helado. Esperaba deseos, no acertijos. Pero Zanam parece impaciente. No hay tiempo para pensar.
—El cuaderno —responde.
Zanam chasquea los dedos.
—Concedido —dice, y un cuaderno aparece en las manos de Rafael.
Para la segunda lámpara, Rafael no quiere arriesgar. Busca una parecida a la anterior: misma forma, aunque más dorada que cobriza. La frota.
El djinn que aparece es descomunal. Pesará más de doscientos kilos. En su torso desnudo cuelgan dos tetas que se apoyan en su panza gigantesca. Lleva pantalones con arabescos y sandalias naranjas con pompones turquesas.
—Ruhan —dice Sidi Shamharush, emocionado—. Te esperé tanto.
Ruhan lo abraza. Después, se planta frente a Rafael con expresión neutra.
—Tenés que elegir entre no poder dormir nunca más o perder para siempre la capacidad de sentir placer o alegría.
—¿Qué? —balbucea Rafael.
—No podés dormir... o no volvés a sentir placer ni alegría —repite Ruhan.
—¡Quiero un deseo! —masculla Rafael, infantil.
—El que frota acuerda. El djinn ofrece. Si no respondés, morirás. Y yo mismo me ocuparé de eso —dice Sidi Shamharush.
Rafael se traga el miedo. No sabe qué implican esas opciones. Solo sabe que tiene que elegir.
—No poder dormir.
Ruhan chasquea los dedos.
Rafael se desploma, llora.
—No es justo... no quiero esto...
—Cada lámpara tiene sus condiciones —dice Sidi Shamharush—. No todo lo que reluce es oro. Aún te queda una elección.
Rafael camina como un sonámbulo. Elige una lámpara que está a los pies de Shamharush, justo donde el agua se calma. Es plateada, recargada de zafiros, rubíes y diamantes. Brilla como una joya, aunque el exceso la vuelve vulgar.
Frota la lámpara. El djinn que aparece es diminuto, casi un enano. Su turbante es tan grande como su cabeza. Sus zapatos tienen pompones amarillos. Su pantalón dorado brilla como el oro.
—¡Por fin libre! —grita y baila. Saluda a Rafael con alegría.
Saluda también a Shamharush, pero sin acercarse.
—Bienvenido, Vemergaj —dice el rey—. Te llegó el turno.
Vemergaj se toma su tiempo. Luego dice:
—Elegí: olvidar quién sos o que nadie te recuerde.
Rafael se muerde el labio. Otra trampa. Suspira. Se acerca al agua. Bebe. Se moja la cara.
En el fondo del cauce ve una lámpara sumergida. Es la única en el agua.
Rafael vuelve hacia Vemergaj. Esboza una sonrisa melancólica.
—Elijo que nadie me recuerde.
—Que así sea —grita el djinn. Chasquea los dedos y desaparece.
Pero Rafael no se detiene en la tercera lámpara. Corre al agua, entra sin pedir permiso. Frota la lámpara hundida antes de que el rey de los djinns pueda detenerlo. Sidi Shamharush lo observa en silencio, y apenas deja escapar un suspiro: ya no le importa el destino del humano; lo único que cuenta es que otro de sus hermanos ha sido liberado.
El cauce del arroyo le llega hasta las rodillas. La lámpara es roja, aunque no está pintada: el color proviene de una aleación extraña, quizás de cobre y oro, forjada en un tiempo que ningún hombre recuerda. Rafael la sostiene con ambas manos mientras el humo comienza a brotar, lento al principio, como si el objeto respirara.
Mira el remolino ascendente con una mezcla insoportable de esperanza y desesperación. Se siente como un ludópata en la ruleta final, cuando la bolilla gira por última vez y ya no queda ni una moneda para apostar.
Cuando el humo se disipa, el nuevo genio se alza frente a él. Es enorme, casi tan alto como el techo del recinto. No es gordo, pero sus hombros parecen capaces de sostener una bóveda. Va descalzo, con los pies embarrados como si acabara de nacer de la tierra. Su pantalón negro está raído y su cabellera, oscura y enmarañada, cae sobre su rostro como una cortina viviente.
Sidi Shamharush se aproxima, lo mira con respeto y extiende la mano.
—Bienvenido, Iblís.
—Te agradezco por liberarme, Sidi Shamharush. Tu deuda ha sido saldada.
El viejo djinn asiente sin decir palabra. Luego regresa a su rincón, con el rostro más serio que nunca. El aire se espesa. La humedad ya no es sólo del agua: hay algo más denso, más antiguo, flotando entre las sombras.
Iblís se inclina para mirar a Rafael de cerca. Su aliento es fétido, como si viniera de una caverna llena de carne podrida y secretos mal enterrados. Rafael baja la vista. No puede sostenerle la mirada más de dos segundos.
—Elegí —dice Iblís, con una sonrisa torcida—: revivir a Gabriel o manipular la suerte para que siempre te favorezca.
El silencio que sigue es breve, pero se siente eterno. Rafael cierra los ojos. Aprieta la lámpara con los dedos fríos.
—La suerte —responde al fin—. Elijo la suerte.
Iblís ríe. No como un villano, sino como un dios que se divierte con lo que vendrá.
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