Zanam fue el primero en ser encerrado. Era un djinn joven, curioso y vanidoso. Su poder residía en alterar la textura del mundo: podía convertir lo real en palabras, y las palabras, en hechos. Durante siglos, jugó con reyes y poetas, inspirando versos que se volvían catástrofes y decretos que daban origen a monstruos. Nunca fue cruel por gusto, sino por aburrimiento. Cuando alguien lo invocaba, ofrecía su cuaderno como un juego: lo que escribieran se volvía real... pero solo por diez minutos. Después, la realidad se replegaba, como si nada hubiera pasado, y el daño —o la gloria— quedaban como un recuerdo incomprobable.
Zanam no recordaba cuántos siglos llevaba atrapado en la lámpara, pero nunca se quejaba. Mientras los otros genios dormían o se retorcían de rabia, él escribía. Trazaba con el dedo letras invisibles en el humo que lo envolvía. Redactaba tratados, manuales, recetas, poemas. Sabía que nadie los leería jamás, pero eso no importaba. Escribir era el único conjuro que aún le respondía.
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