Iblís no fue atrapado. Se dejó atrapar. Lo hizo para saldar una deuda con Sidi Shamharush, quien alguna vez le salvó la existencia de una maldición mayor. Iblís es el djinn más antiguo, y también el más ambivalente. No cree en el bien ni en el mal. Cree en el caos que se ordena solo cuando los hombres hacen elecciones.
Antes, fue un djinn de la fortuna: intervenía en guerras, juegos, pactos. Pero no premiaba ni castigaba, solo torcía los dados. Su presencia en el campo de batalla era como un soplo de viento que desviaba la flecha justa o hacía fallar el disparo certero. Para algunos, era un dios. Para otros, una peste.
Era el más temido, no por su tamaño ni por su poder, sino porque no deseaba nada. Ni libertad, ni compañía, ni venganza. Su existencia era una llama eterna que consumía sin necesitar combustible.
Acordó con Shamharush encerrarse en la lámpara roja, sabiendo que lo llamarían algún día. Cuando eso ocurriera, haría su última jugada: ofrecer lo que nadie espera. El poder de alterar la suerte no es un regalo, es un veneno. La suerte, como Iblís, solo responde a lo que no se puede prever.
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