VEMERGAJ

Vemergaj era el djinn de los nombres. Conocía todos, desde el primero pronunciado hasta el último que el viento susurrará cuando no quede nadie para escuchar. Sabía que todo lo que existe tiene un nombre, y que nombrar es una forma de atar.

Su especialidad era el olvido. Podía arrancar de una mirada la memoria de un rostro, disolver una historia en la niebla de la duda, borrar una identidad hasta volverla mito o niebla.

Despreciaba lo auténtico porque lo auténtico siempre quiere ser eterno, y él solo creía en lo efímero. A su alrededor, la falsedad brillaba con una luz más sincera que cualquier gema verdadera.

Atendía a los exiliados, a los traidores, a los enamorados que no soportaban haber amado. Les ofrecía la bendición de empezar de nuevo. Pero advertía —siempre advertía— que perder el recuerdo también implica perder el sentido. Que a veces, sin el dolor, no queda nada.

No todos sobrevivían a su dádiva. Algunos, sin sus nombres, se desvanecían en la multitud como hojas secas en el otoño. Otros florecían, libres por fin del peso de sí mismos.

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