Está escondido en las afueras, como si alguien lo hubiera dejado ahí a propósito, medio enterrado, medio disimulado entre pastizales y galpones oxidados. Más que un edificio, parece una pieza arqueológica en sí misma. Algunos vecinos dicen que siempre estuvo ahí; otros, que apareció de la noche a la mañana.
Por fuera no llama la atención. Por dentro, tampoco. Al menos no de inmediato. No hay mapas ni guías, y las salas no siguen ningún orden cronológico ni temático. Se pasa de un cráneo fósil a una radio que transmite estática, de un óleo anónimo a una urna que vibra levemente cuando se la mira fijo.
El museo dice dedicarse a la prehistoria, la historia, la ciencia, la tecnología y el arte. Pero su verdadero interés está en lo marginal: lo paranormal, lo esotérico, lo extradimensional. Eso que no figura en los manuales escolares pero insiste en filtrarse por las rendijas de la realidad.
Entre sus vitrinas desfilan objetos de todo tipo y tamaño: piedras talladas, fotografías borrosas, muebles que rechinan solos, dedales de hueso, grabaciones en dialectos sin registro. Algunos son auténticos. Otros, imitaciones. Y otros más, simplemente... están. Lo de “real” o “falso” queda a criterio del visitante. No hay cartel que lo aclare.
A veces hay recorridos guiados, pero nadie sabe muy bien quién los da. Se escucha una voz que parece salir de los parlantes, pero nadie logra ver a la persona. Hay visitas escolares, turistas perdidos, curiosos. Muchos vuelven. Otros no.
Quienes trabajan ahí no hablan demasiado. Algunos parecen ser parte del museo más que empleados. Se los ve en las sombras, ordenando cosas que nadie más toca, moviendo piezas de una sala a otra como si respondieran a una lógica secreta.
No tiene página web, ni redes sociales activas. No aparece en los mapas oficiales. Pero todos en Rodríguez saben dónde queda. Y muchos aseguran que, en algún momento de su vida, se cruzaron con un objeto del museo… fuera del museo.
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